domingo, septiembre 28, 2008

Fuerza y belleza traspasadas de ternura e inteligencia


De entre los actores jóvenes que en 1955 se disputaban el trono vacío de James Dean, Paul Newman fue el más grande. Emergió como una estrella cuando aún era posible hacerlo, en los últimos años del sistema de los estudios. Y lo hizo encarnando el tipo que entonces era necesario que representara -un atleta íntimamente frágil, un rebelde derrotado de antemano pero nunca del todo vencido- en películas en las que un nuevo público buscaba miradas también nuevas sobre una realidad cambiante.

Entre 1956 y 1960, mientras Estados Unidos pasaba de la Caza de Brujas al umbral de la breve era Kennedy, cuatro películas lo convirtieron en esa rara mezcla de magnetismo sexual y presentida ternura que define a las más grandes estrellas masculinas. Y si algo fue Paul Newman, más aún que un gran actor, más aún que un ciudadano admirado por su compromiso, fue la última estrella masculina de la talla de los Ronald Colman, Clark Gable, Gary Cooper o Marlon Brando (Redford, diez años más joven pese a compartir carteleras con él en pie de igualdad, nació al cine cuando la era de las estrellas había pasado). Y una estrella, aunque el tópico diga lo contrario, es mucho más que un actor: éste interpreta un personaje, mientras la estrella, además de hacerlo, representa, encarnando sus deseos y sueños, a sus coetáneos.

Las películas que lo consagraron entre 1956 y 1960 fueron Marcado por el odio (Wise), La gata sobre el tejado de zinc (Brooks), El largo y cálido verano (Ritt) y Éxodo (Kramer): un duro drama sobre el boxeo, dos húmedas tragedias sureñas de Tennesee Williams y una superproducción sobre el nacimiento de Israel. Por qué el gran público de la década que según las encuestas fue la más feliz de los Estados Unidos -con la cumbre en 1957, año en el que el mayor número de norteamericanos declaró sentirse más satisfecho- pedía a Hollywood, no sólo los sueños agradables que interpretaban Gary Grant o Rock Hudson, sino dramas realistas interpretados por esos rudos antihéroes atormentados (aunque siempre atractivos) es una pregunta con muchas respuestas: el código de censura se atenuó en 1956; el éxito de la televisión como nuevo espectáculo familiar obligaba a buscar públicos ya no homogéneos entre los jóvenes y los adultos deseosos a ver películas fuertes; la crisis de los estudios fomentaba una producción más independiente con un mayor margen de libertad para abordar temas antes tabúes.

Paul Newman satisfacía todas estas necesidades a la vez. Tan atormentado y animalmente atractivo como Brando, a la vez que tan seductor como Hudson y tan frágil como Dean, parecía diseñado para llenar las aspiraciones del público de la época. La presencia central de la cama dorada en La gata sobre el tejado de zinc (el código de censura recomendaba camas separadas) como un altar vacío sobre el que nada se consumaba a causa del trauma homosexual, en torno a la que giraban Newman y la Taylor como dos felinos sexuales de agresiva belleza, resume lo que este actor representó en aquel momento de la historia del cine, y por qué la industria y el público se le rindieron.

A partir de 1961, consagrado y afortunadamente inmune a los estragos del método del Actor's Studio que malogró (Dean, Clift) y hasta destruyó (Monroe) tantos actores, enhebró con inteligencia y suerte una prodigiosa carrera de cuatro décadas, interpretando al menos un título mítico en cada una de ellas. Estos éxitos le rescataron más de una vez del inicio de un declive que nunca se consumó y le hicieron el ídolo de varias generaciones de espectadores. Inició los 60 con una obra maestra minoritaria, El buscavidas (Rossen, 1961), y cuando su carrera parecía decaer fue rescatado en 1966 por el éxito de Harper, investigador privado (Smight) y el prestigio de trabajar con Hitchcock en Cortina rasgada, culminando con el inmenso éxito de Dos hombres y un destino (Roy Hill, 1969).

Tras otros tropezones a principios de los 70 lo rescató El golpe (Roy Hill, 1973). Cuando a finales de esta década su estrella languidecía otra vez, Petrie con Distrito Apache: el Bronx (1981) y Lumet con Veredicto final (1982) devolvieron su brillo al actor ya sesentón. Lo mismo le sucedió en los 90 con Ni un pelo de tonto y Al caer el sol (Benton, 1994 y 1998) y, entrado el nuevo siglo, con Camino a la perdición (Mendes, 2002).

Inteligencia y suerte hicieron posible esta carrera, he dicho, poniendo el mérito por encima del azar. Porque, además de estas interpretaciones, produjo y dirigió interesantes películas (Raquel, Raquel, El efecto de los rayos gamma sobre las margaritas), creó -tras sufrir la pérdida de un hijo- una fundación para la ayuda a drogodependientes, representó a su país ante las Naciones Unidas o fundó los campamentos de verano para niños con afecciones graves Hole in the Wall Camps. Con razón varias generaciones de mujeres y de hombres lo desearon y quisieron ser él; y todos le admiraron y quisieron. Vivió en fidelidad a su amor, su país, su arte, sus valores y él mismo. Por ello la tierra le será leve y su memoria larga.

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