jueves, mayo 28, 2009

Las islas de sal


Como si estuvieran detenidas en el tiempo, a pesar de no haberse mantenido ajenas a los avatares de la historia, Noirmoutier y Yeu han logrado preservar su belleza marinera intacta y un sencillo estilo de vida que es una promesa de tranquilidad y calma.

Con el azul del mar como invariable horizonte, las islas de Noirmoutier y Yeux, en la costa atlántica francesa, han logrado preservar su belleza marinera intacta, unos parajes apenas contaminados por la mano del hombre y un estilo de vida, reposado y placentero, que hace ya mucho tiempo desapareció en el continente.

Es como si la sal que les ha dado la vida también las conservara intactas. Porque Noirmoutier hace ya tiempo que dejó de estar aislada. De hecho, nunca lo estuvo, como aseguran sus vestigios históricos, pero el puente que une esta isla, desde 1971, a la costa de La Vendée la ha hecho más accesible desde tierra firme.

Así, uno no tiene que estar a merced de la naturaleza. Pues la otra forma de acceder a ella es a través del Pasaje de Gois, una insólita carretera de algo más de cuatro kilómetros, únicamente practicable cuando la marea baja. Se trata, sin duda, de un espectáculo único, que brinda la posibilidad casi irreal de caminar sobre las aguas, pero es, ante todo, la entrada natural a una isla con una naturaleza privilegiada, que conjuga tupidos bosques y playas desiertas, dunas doradas y marismas salobres, bañada por un océano que regala mejillones y ostras y, que en lugar de imponer su carácter atlántico, gracias a un excepcional microclima, ofrece una atípica naturaleza mediterránea, que se refleja en tener mucho sol, poca lluvia y a que nunca hiele.

Ha sido su naturaleza, precisamente, la que le ha concedido uno de sus grandes atractivos como destino turístico: los sabores locales, como son sus patatas cultivadas en tierra salobre -'bonnottes'-, las ostras, gran variedad de pescados y, sobre todo, la sal. Vinculada desde antiguo a la historia de Noirmoutier, fue ya en el siglo V cuando los monjes benedictinos transformaron las humildes marismas de la isla en los saladares que en el siglo XVIII traerían la fortuna con el floreciente comercio. Tras una época de decadencia, en la actualidad, la juventud ha retomado la explotación de las marismas, recogiendo la sal artesanalmente, en respeto a 1.600 años de tradición.

La tradición, de hecho, es una de las señas de identidad de esta isla, perfectamente preservada. Sus vestigios más significativos son el castillo y la iglesia de Noirmoutier en l'Ile, la pequeña capital de la isla, rodeados por edificaciones particulares levantadas entre los siglos XVI y XVIII, años del apogeo histórico y marítimo de la isla. Aunque la impronta del esplendor pasado permanece en la arquitectura, Noirmoutier en l'Ile es un destino moderno, con interesantes restaurantes emplazados frente al pequeño puerto, 'boutiques' de moda y mucho ambiente.

INALTERADO PAISAJE.

Ya fuera de la pequeña ciudad, el paisaje apenas se ve alterado. Todas las construcciones, ampliamente diseminadas, son similares: de recias paredes blancas encaladas, con dos alturas como máximo, techumbre de tejas rosas, persianas pintadas de azul y adornadas con inmensas hortensias. Estas casas, de apariencia sencilla que albergaron originariamente a pescadores y campesinos, son en la actualidad muy codiciadas. La construcción se vigila con recelo en la isla, por lo que este paraíso está reservado para unos pocos.

Esos afortunados tienen a su disposición un sinfín de playas desiertas, y cuentan muchos de ellos con sus cabinas de madera, como las de la playa de Bois de la Chaise. Este bosque de encinas, madroños y pinos marítimos, que alberga elegantes villas decimonónicas, conduce a la playa Des Dames, en boga ya a finales del siglo XIX gracias a la moda de los baños de mar entre la burguesía. Y cuyas residencias hoy las ocupan 'celebrities' que buscan anonimato.

Muchas cosas han cambiado desde entonces, pero Noirmoutier mantiene sus playas intactas, la quietud sigue marcando el ritmo cotidiano y su especial naturaleza, como las preciosas mimosas que tiñen en febrero la isla de amarillo, siguen deparando una estancia tranquila en la que disfrutar del mar y la tierra. Al contrario que Noirmoutier, a la isla de Yeu no puede llegar por tierra. Son sólo 17 kilómetros de mar lo que separan a esta pequeña ínsula del continente, pero inevitablemente hay que llegar a ella en barco. Este arriba a Port Joinville, un idílico puerto cuyo nombre ha cambiando constantemente a lo largo de la historia en función de las batallas libradas, hasta 1846, cuando adoptó definitivamente su topónimo en honor al hijo del monarca Luis Felipe de Orleans.

EN PORT JOINVILLE.

Con dos mil habitantes, Port Joinville es, además del mayor asentamiento de esta pequeña isla, el centro de todas las actividades insulares, cuya vida la marca el mar. Su puerto evidencia la importancia de la pesca -del atún, principalmente-, la mayor fuente de ingresos hasta la llegada del turismo.

No fueron los turistas los primeros en llegar a este pequeño paraíso atlántico. Ya los dólmenes de los Petits Fradets atestiguan la presencia humana en la isla. Aunque son difíciles de datar, se calcula que estos restos arqueológicos se remontan al año 3.000 antes de Cristo. En el lugar donde antiguamente se emplazaba un gran menhir -que dominaba desde lo alto todos los megalitos que se esparcían por la isla- se alza hoy el fuerte de la Citadelle, en Port Joinville.

Conocido también como Fort de Pierre Levée, originariamente se remonta al año 1804, aunque su construcción actual fue levantada entre 1858 y 1866. Y fue a partir de 1871 cuando se utilizó como cárcel, la cual contó entre sus 'huéspedes ilustres' con el mariscal Petain. La otra fortificación emblemática de la isla es el Vieux Château que, erguido sobre un islote, levanta su silueta altiva en un paisaje dramático que poco tiene que ver con el resto de la isla, pero que recuerda las numerosas invasiones que ha sufrido Yeu a lo largo de su historia, como la de un corsario inglés que la ocupó durante 37 años.

Hoy, en lugar de fortalezas se levanta un faro -conocido como le 'grand phare' así como 'la petit foule,' que con sus 41 metros domina todo el mar-, y es que tan turbulento pasado apenas se percibe. Porque Yeu es un destino privilegiado, en el que sus habitantes -y sobre todo veraneantes- disfrutan de un entorno idílico rodeado de calma. Así se contempla en el puerto de la Meule -muy cerca del castillo viejo-, cuya orografía brinda un paisaje espectacular en el que hacerse al mar. Lo domina en lo alto una pequeña iglesia, cuya Notre Dame de Bonne Nouvelle brinda la protección a los marineros.

Con el buen tiempo, Yeu es ideal para descubrirla desde el mar, pero también -dadas sus reducidas dimensiones- para recorrerla en bicicleta por senderos perfectamente indicados.

Se trata, sin duda, de la mejor forma de aprehender la diversidad paisajística que la hace única: Desde landas abiertas al mar y al viento, a los bosques del centro de la isla donde despuntan los cipreses, a la costa salvaje del sur de dramáticos acantilados, que contrastan enormemente con las dunas de la costa noroeste acariciadas por el sol para llegar, finalmente, en el noreste a las marismas, que acogen gran variedad de aves. Y es que Yeu, al igual que Noirmoutier, se viene a abrir el oído, a escuchar y a respetar una naturaleza que en muchos lugares ya ha desaparecido.

Es cierto que también son destinos ideales para disfrutar del mar y el sol, para pasar los días dejándose llevar, porque aquí el estrés, la contaminación y otros males de las ciudades del siglo XXI no existen. Es como si el tiempo se hubiera detenido, como si la sal que mana de sus aguas atlánticas conservara ese sabor auténtico que sólo conocen las islas, cuyo horizonte azul profundo sólo puede presagiar felicidad y calma. Mucha calma.

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