lunes, septiembre 21, 2009


por Fernanda Solórzano

A fines de diciembre de 1973, el gerente de una sala de cine en Estados Unidos declaró a un periódico local que su personal de intendencia estaba harto de limpiar vómitos. Según contaba, la proyección de la película El exorcista tenía ese y otros efectos (desmayos, ataques de histeria) entre su numeroso público. La declaración fue una de tantas que recogieron los periódicos dedicados en ese entonces a documentar un fenómeno nunca antes visto. De anécdotas pintorescas a otras más escabrosas, la historia de una niña poseída por el demonio generaba entre las personas reacciones no muy distintas a los síntomas de posesión.

Esa nunca fue la intención. Para el escritor William Peter Blatty, católico devoto y autor de la novela en que se basaría la película, el relato debía entenderse como una fábula esperanzadora sobre la existencia de Dios. Algo pasó en el camino que, de historia reconfortante, se convirtió en una película hasta la fecha descrita por muchos como “imposible” de ver. Ese algo se llamó William Friedkin: judío agnóstico, con formación de documentalista, que al sentirse fascinado por la crónica de los hechos decidió que su espectador debía sentirse “como si estuviera ahí”. Se negó a echar mano de efectos especiales añadidos en posproducción, y prescindió de los parlamentos verbosos de los personajes de Blatty que intentaban explicar al público el significado teológico de la posesión.

El escritor le reprochó a Friedkin que dejara fuera las escenas de sentido espiritual. Friedkin pensaba que si el diablo se alojara en la recámara de la casa de una persona, una conversación entre curas no sería la mayor preocupación de esa persona (y, para el caso, tampoco la del espectador). A casi cuatro décadas de su estreno, la permanencia de El exorcista en el imaginario colectivo ha terminado por comprobar que el director tenía la razón.

Friedkin nunca repitió el golpe. Según declaró hace poco en una entrevista sobre su carrera, en las décadas que siguieron a Contacto en Francia (1971, su otra gran obra) y El exorcista dejó de percibir el zeitgeist. Lo que nunca perdió de vista, agregó, fue cuánto le atraía explorar la línea delgada que divide la condena y la salvación, la ilusión y la realidad, la locura y la lucidez. Por eso, cuando asistió en Broadway a una representación de la obra Bug, supo que era justo el tipo de historia que le interesaría filmar. Tenía como protagonistas a una mujer vulnerable que vivía sola en un motel de carretera y a un visitante extraño que se decía el portador de un organismo diseñado para controlar a la población.

Fascinado por el retrato de locura autoinducida que ofrecía la obra de teatro, Friedkin contrató al dramaturgo para hacer la adaptación al cine, y a los actores Michael Shannon y Ashley Judd para los papeles protagónicos. Si el tema aparente de Bug –microbios, contagio, epidemia– ahuyenta desde ahora al lector de esta nota, debe saber que el reparto de la película es posiblemente el mayor acierto de Friedkin en los últimos treinta años. Su solo trabajo en esta película la vuelve uno de los estrenos más recomendables del mes.

Por esta y otras razones sería injusto encasillar a In-sectos (el título en español) en un género que, obviamente, nos ha dado por revisitar. Es quizá la única película del tipo en la que no se ofrece al espectador prueba de una enfermedad. La hipótesis es que se trata de una fabricación mental. Aunque tampoco se eliminan dudas: elementos “fuera de lugar” (helicópteros que rondan la zona, un psiquiatra con lo suyo de sospechoso) rompen con la atmósfera de paranoia injustificada o mera autosugestion.

En palabras de Friedkin, In-sectos es la película más profunda y perturbadora de su carrera. Es una declaración con ánimos de crear polémica, pero es posible ver en ella un fondo de honestidad. Con todo y que El exorcista provocó arcadas, desmayos e insomnios (y millones en taquilla, y alcanzó el estatus de clásico), tanto ella como In-sectos vienen del mismo lugar.

En ambas, Friedkin toca el tema del diablo en la tierra como algo que existe en un solo momento y lugar. En In-sectos, una vez más, se niega a ofrecer al público teorías o explicaciones que intenten ocupar el lugar de la Verdad (lo que dicen los personajes es asunto de ellos). Llámense religiones o teorías de la conspiración, el director deja ver que los sistemas de creencias organizadas son los primeros en inocular los males que dicen pelear.

Según la visión de Friedkin (la que tanto le reprochó William Blatty), tanto en el cine como en la Tierra las abstracciones están de más. Tanto en In-sectos como en El exorcista no existe diferencia alguna entre el efecto y la causa: no hay peor enfermedad que el miedo, y un cuerpo lacerado y enfermo es la última manifestación del Mal. ~

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