Venecia es el supremo paradigma de la invención del hombre sobre el capricho del creado que manifiesta el vértice de su exaltación aprovechándose de los fenómenos que le ofrece la naturaleza: la niebla, el agua alta y la lluvia.
Parto genial de la mente humana, cristalizado en belleza y armonía, para sobrevivir en ese su sutil equilibrio de su existencia, que le impone la majestuosidad de su frágil arquitectura en contacto con los fenómenos que le rodean, necesita de un estilo y ritmo de vida que no admite alteraciones que pudieran violar su esencia y, en consecuencia, destruirla para siempre. Todo en ella está proporcionado, en cuanto simétrico y armonioso, con la medida del hombre: sus "campos" y "campielli", sus palacios, sus casas, su dulce perspectiva. Su equilibrio con el ser humano es perfecto. No existe, en su topografía horizontal, nada que estorbe, nada de audaz o agresivo o retorcido como para dejar de inspirar serenidad, paz. Siempre que vuelvo a Venecia, y son tantas -a veces, desde Florencia, voy y regreso el mismo día-, tengo la sensación de encontrarme inmerso en un mar de luces que, atenuadas por el agua de su laguna y de sus canales, es decir, reflejándolas, alejándolas de su originario resplandor, contribuyen a reencontrarme con ese equilibrio espiritual perdido entre las calles y esquinas de aquellas que hoy se llaman grandes ciudadades. Venecia no es sólo belleza, posee, también, el prodigioso don de ser extremadamente refinada. Es la expresión consumada de un concepto aristocrático de la vida.
Venecia, tal y como es ahora, no podrá sobrevivir mucho de frente a las presiones de orden utilitario-económico. Su belleza es frágil, vulnerable, no soporta contaminaciones, vulgaridad.
En Roma, por ejemplo, en su grandiosidad, con sus imponentes perspectivas, con sus inmensos bloques de piedra y de mármol que recuerdan ciertos paisajes naturales, con sus obeliscos que se alzan hacia el cielo, con el fluir del agua de sus colosales fuentes, en medio a los arcos que recuerdan los triunfos de los césares de su Imperio, en el Coliseo o en San Pedro, el hombre viene absorbido, desaparece.
En Venecia, por el contrario, el hombre, habiendo sido construida a su medida, forma, también, parte del paisaje y ese hombre puede desnaturalizarla, arruinarla, destruirla.
El día que esto suceda el mundo habrá perdido para siempre la obra más refinada que saliera de su inteligencia creadora. Es como si las arenas del desierto se engulleran, de un trago, las pirámides de Egipto sin dejar trazas de existencia, o un imponente terremoto no dejara piedra sobre piedra de los templos de Angkor-Wat o la cordillera andina sufriera un cataclismo capaz de hacer desaparecer de la faz de sus vetas el Machu-Pichu o que una oleda de bárbaros invasores acabaran, para siempre, con las sublimes filigranas de la Alhambra.
"!Oh Venecia! !Oh Venecia! -clamaba Lord Byron-,
cuando tu muros marmóreos estén sepultados por las aguas,
un llanto de las naciones se alzará por encima de tus ruinas sumergidas,
un alto lamento a lo largo del destructor mar.
Si yo nórdico errante lloro sobre ti
¿qué deberían hacer tus hijos?"
Venecia, decididamente, no está hecha para soportar un turismo de masa.
Pero sus hijos, a despecho de Lord Byron, están pero que muy bien dispuestos a sacar provecho, mientras dure, de ese turismo que será su implacable destructor.
Pensando que veinte millones de turistas al año son demasiados como para que sea soportado el equilibrio en que la ciudad flota sobre el agua, los ediles venecianos, antes de que se cumplan los desastres anunciados por los versos del poeta inglés, han pensado explotar a esa ingente masa de bárbaros dstructores no sólo vendiéndoles baratijas de plástico y bocadillos untados con sombras de jamón, sino haciéndoles pagar la necesidad impelente del desahogo de sus humores corporales que, inevitablemente, de una forma o de otra, irían a parar, contaminándolas, a las aguas de su laguna y de sus canales.
Han echado bien las cuentas y han pensado que en su discurrir, una jornada, por entre las calles venecianas, cualquier turista, o ciudadano residente en la ciudad, tendrá la necesidad de hacer pis o aguas mayores, al menos un par de veces. Veinte millones de turistas equivaldrían, según sus cálculos, a cuarenta millones de meadas, dos "per cápita", pensando únicamente en aquellos que visitan un solo día la ciudad. Y han puesto precio a esa evacuación corporal: se deberá pagar 3 euros, en los servicios públicos, por un par de meadas, ni una más, al día; a quien tenga necesidad de mear más se le duplicará el impuesto, y así hasta el desahogo completo de sus vejigas o intestinos.
Y lo han previsto todo, que los venecianos, a lo largo de su gloriosa historia, siempre tuvieron buen ojo de mercantes para tratar de negocios. Si se reserva a través a internet se puede adquirir una tarjeta de crédito, la wc.Card, que les dará derecho, por el módico precio de 2 euros, a mear durante todo un entero día. Esta original e innovadora tasa se aplicará también a los residentes que escojan el hacer pis en los servicos públicos de la ciudad y que tendrán derecho a una wc.card de abono anual que costará 3,10 euros y que se deberá recargar con un mínimo de 5 euros, pagando, después, sólo 25 céntimos por cada ingreso en los retretes públicos. A los que ya han pasado los sesenta se les permitirá acceder a los servicos públicos siempre y cuando estén provistos de su wc.card, por ahora dicen que gratis, pero no me fio. Yo, por mi parte, estoy ansioso de añadir a mis tarjetas bancarias de crédito y a las de los supermercados, esta otra que me dará derecho a mear sobre las ya sucísimas aguas venecianas. Lo haré, inmediatamente, a través de la maravilla de la red.
Ya Goethe, en su Viaje a Italia, describía desde Venecia, el 1 de octubre de 1786, "la imperdonable suciedad de la ciudad en cuanto fue construida para mantenerla siempre limpia, ni más ni menos que cualquier otra ciudad holandesa". Es de imaginar la reacción que tendría el genial vate germánico ante el incivil comportamiento del que, seguramente, un buen número de entre esos veinte millones de turistas, tratando de evitar las ordenanzas municipales, orinen, directamente, en medio de sus calles o en rincones cercanos a las aguas de algún pequeño canal.
Cuenta Katharine Hepburn en su bellísima autobiografía, Yo misma. Historias de mi vida, que rodando en Venecia, en 1954, Locuras de verano, bajo las órdenes del gran director inglés David Lean, tuvo que caer, en una célebre escena de aquella deliciosa comedia, a las aguas de un canal veneciano, contagiándose de una infección, muy rebelde a la cura, de estafilococos que la estropeó la vista por el resto de sus días.
Mientras las arcas municipales de la ciudad de Venecia se enriquecerán de varios y conspicuos millones de euros anuales, los estafilococos estarán de enhorabuena. Cuarenta millones de meadas anuales les llevarán a disfrutar, subiendo desde las aguas que corren por debajo del puente de Rialto, de las delicias del arte de palacios, museos e iglesias de la mágica ciudad de la laguna. Un poco menos felices serán los visitantes que, por un descuido, con o sin wc.card, resbalen en algún canal, llevándose como souvernir, además de una góndola de plástico fabricada en China, una invisible legión de estafilococos que les acompañaran de por vida.
Y si este ritmo continúa con su imparable fluir es posible que, en el correr de pocas decenas de años, un día de niebla, con el agua alta y la lluvia, los tres elementos que componen su magia, la entera ciudad de Venecia sucumba bajo los efectos de un gigantesco tsunami de meadas que la sepultarán, para siempre, en un viscoso, proceloso y nada poético mar de orines y de mierda.
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