La idea de usar ratones para los experimentos que no se pueden hacer en personas se le ocurre a cualquiera en nuestros días, pero hizo falta un marciano para proponerla hace 100 años. Se llamaba Clarence Little (no el ratón, sino el científico), y era entonces un estudiante de doctorado de la Universidad de Harvard. "El hombre-ratón", le llamaban.
La idea del marciano vende hoy 25 millones de ratones anuales a los científicos de todo el mundo. Muchos proceden del mismo Laboratorio Jackson fundado por Little en 1929, sede del proyecto genoma de esta especie y proveedor, desde el Estado de Maine, de más de 4.000 cepas genéticamente definidas. El laboratorio veterinario de Zadonsk, en la región rusa de Lipetsk, le ha erigido hasta un monumento. Al ratón, no al científico.
Con un millón de especies animales en el planeta, el cumpleaños de una de ellas parece más una impertinencia contable que un acontecimiento histórico. Pero el ratón es miembro de un selectísimo club de sistemas modelo que ha generado la mayor parte del conocimiento sobre la biología humana. Sólo hay cinco especies en el cuadro de honor del club: la levadura Saccharomyces cerevisiae, el gusano Caenorhabditis elegans, la mosca Drosophila melanogaster, el pez Danio rerio y el ratón Mus musculus.
Las especies modelo abarcan 800 millones de años de evolución y cuatro órdenes de magnitud de tamaño, pero comparten unas propiedades básicas que las hacen óptimas para el trabajo de laboratorio: camadas grandes, desarrollo rápido, talla reducida para su clase y pocos escrúpulos con el menú. Los cerdos y los monos están más cerca de nosotros que los ratones, pero no cumplen todas esas condiciones.
Como todo aniversario, el del ratón tiene unas fronteras discutibles. Robert Koch, el médico alemán que descubrió la bacteria de la tuberculosis -o bacilo de Koch, como se llamaba antes a Mycobacterium tuberculosis- ya había utilizado ratones en 1877 para aislar un agente patógeno distinto, el Bacillus anthracis que causa el ántrax. Otro alemán, el premio Nobel Paul Ehrlich, también experimentó con ratones 20 años antes de la fecha oficial que celebramos ahora. Les suministró repetidamente bajas dosis de ricina, la sustancia más tóxica que se conocía en su tiempo -ahora tenemos también el polonio-210- hasta que los animales quedaron inmunizados contra la toxina. Y después vio que las hembras transmitían la inmunidad a sus hijos, un descubrimiento esencial en la historia de la inmunología. Más tarde, Ehrlich también intentó transmitir tumores de un ratón a otro, pero éstas no se cuentan entre sus investigaciones más destacadas.
Pero un buen experimento es el que tiene un buen control: un grupo de animales que no se traga la ricina, o el polonio, pero que en todo lo demás es idéntico al grupo que sí se la traga. Conseguir un buen control puede ser trivial en física, pero rara vez lo es en biología: Un grupo de ratones nunca es idéntico a otro, porque cada ratón tiene unos genes distintos. Éste fue el problema capital que resolvió Clarence Cook Little en 1909, hace justo 100 años.
Tras penosos años cruzando ratones de distinto pelo, y a sus hijos y a los hijos de sus hijos entre sí -como Mendel había hecho 40 años antes con los guisantes-, Little pudo establecer una cepa homogénea. Su color de pelo era a la vez pardusco (dilute brown) y homogéneo (non-agouti, a diferencia de los ratones agouti, que tienen una banda de otro color), así que la llamó DBA (dilute brown non-agouti).
La cepa DBA era muy peculiar, pero no por su color de pelo. Todos llevamos mutaciones perjudiciales heredadas de un progenitor, que no se manifiestan porque están cubiertas por el otro cromosoma, que proviene del otro progenitor. Por esta razón la endogamia, que aumenta la homogeneidad genética de una población, aumenta el riesgo de enfermedades hereditarias.
Pero la cepa de Little había soportado 20 generaciones de endogamia y seguía siendo perfectamente viable. Al cabo del proceso, DBA se convirtió en la primera cepa isogénica de un mamífero: una población de individuos genéticamente idénticos, clones a todos los efectos prácticos. Y el control ideal que necesitaba la experimentación biológica.
La confirmación de Mus musculus como un modelo de conocimiento de la biología humana superó todas las expectativas en los años noventa, y sigue siendo uno de los resultados más asombrosos de la moderna genómica, la lectura, o secuenciación, de todas las letras de ADN (aggactta) que forman el genoma de cada especie (el genoma humano tiene 3.000 millones de letras, y secuenciarlo es determinar su orden exacto).
La comparación del humano con el ratón reveló que la diferencia entre las dos especies no está en su lista de genes: la lista es la misma al 95%, y el 5% restante se debe sobre todo a la propagación de unos u otros genes del sistema inmune, en respuesta a los distintos agentes patógenos que atacan a cada especie.
Éste dato trajo a primer plano una de las ideas más extendidas entre los genetistas actuales: que gran parte de la evolución no consiste en inventar nuevas funciones genéticas, sino en reutilizar las antiguas en nuevas configuraciones. El foco se ha desplazado de la lexicología a la sintaxis, del significado de los genes a su regulación coordinada.
El hallazgo de la misma lista de 20.000 genes en humanos y ratones resultó desconcertante, y suscitó tres grandes clases de explicaciones. Una de aroma místico: que la naturaleza humana no es cosa de genes. Una de tipo técnico: que nuestros genes parecen los mismos pero no lo son. Y otra del género cínico: no somos más que ratones.
Pero la gran diferencia que nos separa de un ratón es el tamaño del córtex cerebral, sede de la mente humana. Y para agrandar el córtex no hacen falta miles de nuevos genes. Lo más probable es que no haga falta ni uno solo, y que baste con tocar un poco los niveles de actividad de unos pocos genes maestros: los que diseñan las unidades básicas del córtex (las columnas corticales).
Desde este punto de vista, no es sorprendente que los ratones compartan con los humanos muchos mecanismos psicológicos, como de hecho ya reconocieron los científicos tiempo antes de la genómica. Un buen ejemplo es el miedo, o la falta de él.
Cada función mental está localizada en una región cerebral, y el miedo no es una excepción: surge de una pequeña estructura llamada amígdala (nada que ver con las amígdalas de la faringe). Está situada justo en la zona central del cerebro, tanto en el ratón como en el ser humano.
En 2005, Gleb Shumyatsky, de la Universidad de Rutgers buscó genes que sólo estuvieran activos en la amígdala y encontró el gen stathmin. Para saber cuál es la función de un gen, lo ideal es destruirlo y ver qué pasa, y esto no se puede hacer en una persona. Nuevamente le tocó al ratón.
Los ratones mutantes -los que tienen destruido el gen stathmin- son viables y normales a simple vista. Pero los ratones normales aprenden enseguida a asociar un sonido con un calambrazo, por ejemplo, y años después siguen saliendo espantados en cuanto oyen la campanita. El mutante la oye, se para un momento, y hace caso omiso: sigue a lo suyo mientras el mundo estalla a su alrededor.
Los ratones tienen un miedo innato a adentrarse en territorios desconocidos como una caja que nunca hayan visto antes. El mutante no sólo se mete en la caja, sino que se planta en su centro geométrico exacto. Es la versión roedora de Indiana Jones, un verdadero héroe.
Así que el valor parece estar en los genes, y consiste en una deficiencia del aprendizaje del miedo. "Valor y modestia son las virtudes menos inciertas, porque son las únicas que la hipocresía no puede imitar", dijo el gran Goethe, que fue biólogo además de poeta.
El ratón ha sido el gran banco de pruebas para el desarrollo de tratamientos contra la artritis, la osteoporosis y muchos tipos de cáncer. También es el sistema donde James Thomson, de la Universidad de Wisconsin, descubrió las células madre embrionarias en 1998. Y donde el último avance espectacular sobre estas células se está poniendo a punto ahora mismo para su salto a la medicina: las células iPS.
El objetivo de la clonación terapéutica es la futura obtención de células madre genéticamente idénticas a un adulto. Pero laboratorios de Tokio, Boston y California han demostrado en los últimos años, mediante elegantes experimentos con ratones, que las células de la piel o del pelo pueden dar marcha atrás en su proceso de desarrollo hasta recuperar su estado primigenio.
Los cultivos resultantes son las células iPS (por induced pluripotent stem cells, o células madre pluripotentes inducidas). Las células iPS son indistinguibles de las células madre de un embrión: pueden convertirse en cualquier célula o tejido del cuerpo, incluida la línea germinal que da lugar a los óvulos y los espermatozoides.
La revolución técnica se basa, de forma sorprendente, en añadir a las células de la piel o del pelo tan sólo cuatro genes. Los cuatro son factores de transcripción, genes que regulan a otros genes. Como todas las células del cuerpo tienen el mismo genoma, el desarrollo se basa en la activación diferencial de ciertos genes en unas células u otras, y la clave son los factores de transcripción que están activos en cada zona.
Estos cuatro factores de transcripción son capaces por sí solos de desbaratar el programa genético típico de las células diferenciadas (de la piel, o del pelo) y devolverlo a sus orígenes pluripotentes, a una configuración genética que vuelve a ser capaz de convertirse en cualquier otra.
Cien años de ratón, y podrían ser 150, porque el roedor estuvo a punto de inaugurar la ciencia de la genética. Fue el organismo con el que empezó a trabajar Mendel a mediados del siglo XIX. Justo como haría Clarence Little 50 años después, Mendel empezó a cruzar ratones de distinto color en su monasterio de Brünn (la actual Brno de la República Checa). Pero pasó por allí el obispo y dictaminó que un convento agustino no era el sitio idóneo para ver ratones copulando por todas partes. De ahí que Mendel se pasara a los guisantes, de sexualidad más discreta.
Quizá Mendel no hubiera podido descubrir las leyes de la herencia en el ratón. De ser así, la genética está en deuda con un obispo.
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