jueves, septiembre 11, 2008

La belleza castellana


Miguel Ángel Soliño El paisaje castellano totalmente nevado visto desde una carretera

Quién sabe quién condenó a las tierras castellanas a ser esas de tierras de paso y de tediosa monotonía; campos y barbechos, girasoles perfeccionistas, plantaciones de chopos y decantes palomares. Uno parece ver un campo castellano y piensa que los ha visto todos, pero a la par se nos escapan múltiples detalles que hacen de ese sereno y tranquilo paraje cuna de indudables emociones.

Durante mi infancia, recuerdo insufribles viajes a lo largo de España con mi familia, en los cuales a través de cientos de "¿Cuándo llegamos?", cruzábamos la monotonía de las interminables autovías de la España interior. Aquello, en una época en la que no existían DVDs portátiles, consolas o MP3, era un auténtico suplicio visual, en el que pasábamos parte de nuestro tiempo añorando nuevos bodegones de verde colorido, con trazos de mar y montañas, que nos permitieran matar las horas de travesía.

Este sentimiento era compartido por todos mis conocidos, ya sean padres, familiares o compañeros de clases; todos odiaban estos paisajes y aunque decían que en la antigüedad era tal frondosidad que una ardilla podía saltar de rama en rama de los árboles en un recorrido de punta a punta de la península, mis ojos de aquella época sólo divisaban entornos pelados y muertos.

Pero fue un viaje de universidad a la montaña palentina lo que trastocaría todas mis opiniones. Todo surgió como consecuencia de un suspiro de admiración de uno de mis compañeros de clase, el cual afirmaba con orgullo el valor visual de aquellas tierras. Aquello inició a una profunda discusión a dos bandas entre los integrantes de un par de filas del autobús y en la cual, mi compañero fue tachado rápidamente de loco, al dar valor de hermosura a aquella acuarela dominada por interminables campos de trigo; pero en vez de arrinconarse tiro de un comodín y nos cedió sus prismáticos y enfocó a un cernícalo que planeaba aleteando fuertemente hasta hacer un brusco picado en busca de una despistada presa. Vaya espectáculo… ¡El campo parecía no estar baldío!

El resto del trayecto se llenó de vuelos de milanos reales, del correteo de liebres e impolutas avutardas. Un maratón que termino en un atardecer de anaranjado finiquito, que llenó de recuerdos nuestras cámaras de fotos. Cuando la luna hizo acto de presencia, Castilla mostro sus joyas y un lucero de diamantes en forma de estrellas lleno el aire puro de la tierra; había incluso quien no había visto nunca las constelaciones, envenenado por la contaminación lumínica de las ciudades. La noche se complementó con leyendas que nos encandilaban de niños, que rechazábamos de quinceañero y que ahora surgían como trazados incompletos en nuestra memoria.

Aquella tarde fue sin duda lo mejor del viaje, ya que alguien con un sencillo gesto nos demostró que no existen paisajes de primera o segunda categoría, sino sencillamente existen espacios mal interpretados.

Llámense campos castellanos, Monegros o estepas de Lleida, cada paraje en la naturaleza tiene un tesoro escondido, cuyo paradero solo será revelado a quien se adentre en él con curiosidad y respeto. El tesoro pueden ser los olores de unas hierbas aromáticas, el silencio de sus noches, la riqueza de su cultura o los sabores de su gastronomía. El valor de su contenido varía en función de la sensibilidad que haya desarrollado cada persona; envenenado por las fantasías tropicales, uno descuida que existen mágicos espacios a nuestro alrededor de singular belleza y riqueza. Los humanos somos tremendamente superficiales y tópicos, pero si nos enseñan adecuadamente podemos ser capaces de cambiar. Sólo es cuestión de voluntad y de empeño.

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