La situación en La Oroya. (EFE)
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Encajonada en un valle andino, a sólo 175 kilómetros de Lima, sin vegetación y castigada por el frío, La Oroya es sede de la principal fundición metalúrgica del país. La ciudad tiene unos 33 mil habitantes y en el lugar no llama la atención la basura o el barro: es un municipio más limpio y ordenado que el promedio de la zona andina. Allí la contaminación es casi invisible: está en el aire, donde flotan micropartículas de plomo, sulfuro, arsénico, cadmio y otros componentes altamente tóxicos. Todo asciende al cielo desde la enorme e incansable chimenea de la fundición.
En las mañanas, sobre todo en invierno, el aire se espesa. Se produce una neblina y, a los pocos minutos, llegan la picazón en la garganta y el ardor en los ojos. Según cifras de la organización estatal DIGESA, sólo el dióxido de azufre superaba –en una medición de este mes- los 27 mil microgramos por metro cúbico. Mundialmente, a partir de los 2.500 se considera una situación de emergencia.
La empresa estadounidense Doe Run, que opera la enorme fundición, produce cobre, zinc y plomo. Y es la principal proveedora de empleos –directos e indirectos- de la ciudad. Sus directivos no niegan la gravedad del problema. Pero dicen que la llamada "contaminación histórica" es anterior a su llegada al lugar, en 2003. Y afirman que están haciendo "esfuerzos" para mejorar el ambiente en la zona
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